miércoles, 3 de abril de 2013

Capítulo I.- CONTENIDO DE LA EVANGELIZACIÓN


Capítulo I 
CONTENIDO DE LA EVANGELIZACIÓN 

165. Queremos ahora iluminar todo nuestro apremio pastoral con la luz de la verdad que
nos hace libres (26). No es una verdad que poseamos como algo propio. Ella viene de Dios.

Ante su resplandor experimentamos nuestra pobreza.

166. Nos proponemos anunciar las verdades centrales de la Evangelización: Cristo, nuestra
esperanza, está en medio de nosotros, como enviado del Padre, animando con su Espíritu a
la Iglesia y ofreciendo al hombre de hoy su palabra y su vida para llevarlo a su liberación
integral.

167. La Iglesia, misterio de comunión, pueblo de Dios al servicio de los hombres, continúa
a través de los tiempos siendo evangelizada y llevando a todos la Buena Nueva.

168. María es para ella motivo de alegría y fuente de inspiración por ser la estrella de la
Evangelización y la Madre de los pueblos de América Latina (27).

169. El Hombre, por su dignidad de imagen de Dios, merece nuestro compromiso en favor
de su liberación y total realización en Cristo Jesús. Sólo en Cristo se revela la verdadera
grandeza del hombre y sólo en Él es plenamente conocida su realidad más íntima. Por eso,
nosotros, Pastores, hablamos al hombre y le anunciamos el gozo de verse asumido y
enaltecido por el propio Hijo de Dios, que quiso compartir con él las alegrías, los trabajos y
sufrimientos de esta vida y la herencia de una vida eterna.

1. La verdad sobre Jesucristo, el Salvador que anunciamos 

1.1. Introducción 

170. La pregunta fundamental del Señor: «¿Y vosotros quién decís que soy yo?» (Mt
16,15), se dirige permanentemente al hombre latinoamericano. Hoy como ayer se podrían
registrar diversas respuestas. Quienes somos miembros de la Iglesia, sólo tenemos una, la
de Pedro... «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

171. El pueblo latinoamericano, profundamente religioso aun antes de ser evangelizado,
cree en su gran mayoría en Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre.

172. De ello son expresión, entre otras, los múltiples atributos de poder, salud o consuelo
que le reconoce; los títulos de juez y de rey que le da; las advocaciones que lo vinculan a
los lugares y regiones; la devoción al Cristo paciente, a su nacimiento en el pesebre y a su
muerte en la Cruz; la devoción a Cristo resucitado; más aún, las devociones al Sagrado
Corazón de Jesús y a su presencia real en la Eucaristía, manifestadas en las primeras
Comuniones, la adoración nocturna, la procesión de Corpus Christi y los Congresos
Eucarísticos.

173. Somos conscientes de la insuficiente proclamación del Evangelio y de las carencias de
nuestro pueblo en su vida de fe. Sin embargo, herederos de casi quinientos años de historia
evangelizadora y de los esfuerzos hechos, principalmente después de Medellín, vemos con
gozo que el abnegado trabajo del clero y de las familias religiosas, el desarrollo de las
instituciones católicas, de los movimientos apostólicos de seglares, de las agrupaciones
juveniles y de las Comunidades Eclesiales de Base han producido en numerosos sectores
del pueblo de Dios un mayor acercamiento al Evangelio y una búsqueda del rostro siempre
nuevo de Cristo que llena su legítima aspiración a una liberación integral.

174. Esto no se realiza sin problemas. Entre los esfuerzos por presentar a Cristo como
Señor de nuestra historia e inspirador de un verdadero cambio social y los esfuerzos por
limitarlo al campo de la conciencia individual, creemos necesario clarificar lo siguiente:

175. Es nuestro deber anunciar claramente, sin dejar lugar a dudas o equívocos, el misterio
de la Encarnación: tanto la divinidad de Jesucristo tal como la profesa la fe de la Iglesia,
como la realidad y la fuerza de su dimensión humana e histórica.

176. Debemos presentar a Jesús de Nazaret compartiendo la vida, las esperanzas y las
angustias de su pueblo y mostrar que Él es el Cristo creído, proclamado y celebrado por la
Iglesia.

177. A Jesús de Nazaret, consciente de su misión: anunciador y realizador del Reino,
fundador de su Iglesia, que tiene a Pedro por cimiento visible; a Jesucristo vivo, presente y
actuante en su Iglesia y en la historia.

178. No podemos desfigurar, parcializar o ideologizar la persona de Jesucristo, ya sea
convirtiéndolo en un político, un líder, un revolucionario o un simple profeta, ya sea
reduciendo al campo de lo meramente privado a quien es el Señor de la Historia.

179. Haciendo eco al discurso del Santo Padre al inaugurar nuestra Conferencia, decimos:
«Cualquier silencio, olvido, mutilación o inadecuada acentuación de la integridad del
misterio de Jesucristo que se aparte de la fe de la Iglesia no puede ser contenido válido de la
Evangelización». Una cosa son las «relecturas del Evangelio, resultado de especulaciones
teóricas» y «las hipótesis, brillantes quizás, pero frágiles e inconsistentes que de ellas
derivan», y otra cosa la «afirmación de la fe de la Iglesia: Jesucristo, Verbo e Hijo de Dios,
se hace hombre para acercarse al hombre y brindarle por la fuerza de su ministerio, la
salvación, gran don de Dios» (Juan Pablo II, Discurso inaugural I 4.5: AAS 71 pp. 190-
191).

180. Vamos a hablar de Jesucristo. Vamos a proclamar una vez más la verdad de la fe
acerca de Jesucristo. Pedimos a todos los fieles que acojan esta doctrina liberadora. Su
propio destino temporal y eterno está ligado al conocimiento en la fe y al seguimiento en el
amor de Aquel que por la efusión de su Espíritu nos capacita para imitarlo y a quien
llamamos y es el Señor y el Salvador.

181. Solidarios con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, sentimos la urgencia
de darle lo que es específico nuestro: el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios.
Sentimos que ésta es la «fuerza de Dios» (Rom 1,16) capaz de transformar nuestra realidad
personal y social y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena
manifestación del Reino de Dios.

1.2. El hombre «creado maravillosamente» 

182. Nos enseña la Sagrada Escritura que no somos nosotros, los hombres, quienes hemos
amado primero; Dios es quien primero nos amó. Dios planeó y creó el mundo en Jesucristo,
su propia imagen increada (28). Al hacer el mundo, Dios creó a los hombres para que
participáramos en esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo Unigénito en el
Espíritu Santo (29).

183. Este designio divino, que en bien de los hombres y para gloria de la inmensidad de su
amor, concibió el Padre en su Hijo antes de crear el mundo (Ef 1,9), nos lo ha revelado
conforme al proyecto misterioso que Él tenía de llevar la historia humana a su plenitud,
realizando por medio de Jesucristo la unidad del universo, tanto de lo terrestre como de lo
celeste (30).

184. El hombre eternamente ideado y eternamente elegido (31) en Jesucristo, debía
realizarse como imagen creada de Dios, reflejando el misterio divino de comunión en sí
mismo y en la convivencia con sus hermanos, a través de una acción transformadora sobre
el mundo. Sobre la tierra debía tener, así, el hogar de su felicidad, no un campo de batalla
donde reinasen la violencia, el odio, la explotación y la servidumbre.

1.3. Del Dios verdadero a los falsos ídolos: el pecado 

185. Pero el hombre, ya desde el comienzo, rechazó el amor de su Dios. No tuvo interés por
la comunión con Él. Quiso construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios. En vez
de adorar al Dios verdadero, adoró ídolos: las obras de sus manos, las cosas del mundo; se
adoró a sí mismo. Por eso, el hombre se desgarró interiormente. Entraron en el mundo el
mal, la muerte y la violencia, el odio y el miedo. Se destruyó la convivencia fraterna.

186. Roto así por el pecado el eje primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del
Padre, brotaron todas las esclavitudes. La realidad latinoamericana nos hace experimentar
amargamente, hasta límites extremos, esta fuerza del pecado, flagrante contradicción del
plan divino.

1.4. La promesa 

187. Dios Padre, sin embargo, no abandonó al hombre en poder de su pecado. Reinicia una
y otra vez el diálogo con él; invita a hombres concretos a una alianza para que construyan
el mundo a partir de la fe y de la comunión con Él, aceptando ser sus colaboradores en su
designio salvador. La historia de Abraham y la elección del pueblo de Israel; la historia de
Moisés, de la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto y de la alianza del Sinaí; la
historia de David y de su reino; el destierro de Babilonia y el retorno a la tierra prometida,
nos muestran la mano poderosa de Dios Padre que anuncia, promete y empieza a realizar la
liberación de todos los hombres, del pecado y de sus consecuencias.

1.5. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14): La Encarnación 

188. Y llegó «la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4). Dios Padre envió al mundo a su Hijo
Jesucristo, nuestro Señor, verdadero Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos y
verdadero Hombre, nacido de María la Virgen por obra del Espíritu Santo. En Cristo y por
Cristo, Dios Padre se une a los hombres. El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado,
restablece la comunión entre su Padre y los hombres. El hombre adquiere una altísima
dignidad y Dios irrumpe en la historia humana, vale decir, en el peregrinar de los hombres
hacia la libertad y la fraternidad, que aparecen ahora como un camino hacia la plenitud del
encuentro con Él.

189. La Iglesia de América Latina quiere anunciar, por tanto, el verdadero rostro de Cristo,
porque en él resplandece la gloria y la bondad del Padre providente y la fuerza del Espíritu
Santo, que anuncia la verdadera e integral liberación de todos y cada uno de los hombres de
nuestro pueblo.

1.6. Dichos y hechos: Vida de Jesús 

190. Jesús de Nazaret nació y vivió pobre en medio de su pueblo Israel, se compadeció de
las multitudes e hizo el bien a todos (32). Ese pueblo agobiado por el pecado y el dolor,
esperaba la liberación que Él les promete (Mt 1,21). En medio de él, Jesús anuncia: «Se ha
cumplido el tiempo; el Reino de Dios está cercano; convertíos y creed en el Evangelio»
(Mc 1,15). Jesús, ungido por el Espíritu Santo para anunciar el Evangelio a los pobres, para
proclamar la libertad a los cautivos, la recuperación de la vista a los ciegos y la liberación a
los oprimidos (33), nos ha entregado en las Bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña la
gran proclamación de la nueva ley del Reino de Dios (34).

191. A las palabras Jesús unió los hechos: acciones maravillosas y actitudes sorprendentes
que muestran que el Reino anunciado ya está presente, que Él es el signo eficaz de la nueva
presencia de Dios en la historia, que es el portador del poder transformante de Dios, que su
presencia desenmascara al maligno, que el amor de Dios redime al mundo y alborea ya un
hombre nuevo en un mundo nuevo.

192. Las fuerzas del mal, sin embargo, rechazan este servicio de amor: la incredulidad del
pueblo y de sus parientes, las autoridades políticas y religiosas de su época y la
incomprensión de sus propios discípulos. Se acentúan entonces en Jesús los rasgos
dolorosos del «Siervo de Yahvé», de que se habla en el libro del profeta Isaías (Is 53). Con
amor y obediencia totales a su Padre, expresión humana de su carácter eterno de Hijo,
emprende su camino de donación abnegada, rechazando la tentación del poder político y
todo recurso a la violencia. Agrupa en torno a sí unos cuantos hombres tomados de distintas
categorías sociales y políticas de su tiempo. Aunque confusos y a veces infieles, los
mueven el amor y el poder que de él irradian: ellos son constituidos en cimiento de su
Iglesia; atraídos por el Padre (35), inician el camino del seguimiento de Jesús. Camino que
no es el de la autoafirmación arrogante de la sabiduría o del poder del hombre, ni el odio o
la violencia, sino el de la donación desinteresada y sacrificada del amor. Amor que abraza a
todos los hombres. Amor que privilegia a los pequeños, los débiles, los pobres. Amor que
congrega e integra a todos en una fraternidad capaz de abrir la ruta de una nueva historia.

193. Así Jesús, de modo original, propio, incomparable, exige un seguimiento radical que
abarca todo el hombre, a todos los hombres y envuelve a todo el mundo y a todo el cosmos.
Esta radicalidad hace que la conversión sea un proceso nunca acabado, tanto a nivel
personal como social. Porque, si el Reino de Dios pasa por realizaciones históricas, no se
agota ni se identifica con ellas.

1.7. El Misterio pascual: Muerte y Vida 

194. Cumpliendo el mandato recibido de su Padre, Jesús se entregó libremente a la muerte
en la cruz, meta del camino de su existencia. El portador de la libertad y del gozo del reino
de Dios quiso ser la víctima decisiva de la injusticia y del mal de este mundo. El dolor de la
creación es asumido por el Crucificado, que ofrece su vida en sacrificio por todos: Sumo
Sacerdote que puede compartir nuestras debilidades; Víctima Pascual que nos redime de
nuestros pecados; Hijo obediente que encarna ante la justicia salvadora de su Padre el
clamor de liberación y redención de todos los hombres.

195. Por eso, el Padre resucita a su Hijo de entre los muertos. Lo exalta gloriosamente a su
derecha. Lo colma de la fuerza vivificante de su Espíritu. Lo establece como Cabeza de su
Cuerpo que es la Iglesia. Lo constituye Señor del mundo y de la historia. Su resurrección es
signo y prenda de la resurrección a la que todos estamos llamados y de la transformación
final del universo. Por Él y en Él ha querido el Padre recrear lo que ya había creado.

196. Jesucristo, exaltado, no se ha apartado de nosotros; vive en medio de su Iglesia,
principalmente en la Sagrada Eucaristía y en la proclamación de su Palabra; está presente
entre los que se reúnen en su nombre (36) y en la persona de sus pastores enviados (37) y
ha querido identificarse con ternura especial con los más débiles y pobres (38).

197. En el centro de la historia humana queda así implantado el reino de Dios,
resplandeciente en el rostro de Jesucristo resucitado. La justicia de Dios ha triunfado sobre
la injusticia de los hombres. Con Adán se inició la historia vieja. Con Jesucristo, el nuevo
Adán, se inicia la historia nueva y ésta recibe el impulso indefectible que llevará a todos los
hombres, hechos hijos de Dios por la eficacia del Espíritu, a un dominio del mundo cada
día más perfecto; a una comunión entre hermanos cada vez más lograda y a la plenitud de
comunión y participación que constituyen la vida misma de Dios. Así proclamamos la
buena noticia de la persona de Jesucristo a los hombres de América Latina, llamados a ser
hombres nuevos con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio (39) para
sostener su esfuerzo y alentar su esperanza.

1.8. Jesucristo envía su Espíritu de filiación 

198. Cristo resucitado y exaltado a la derecha del Padre derrama su Espíritu Santo sobre los
Apóstoles el día de Pentecostés y después sobre todos los que han sido llamados (40).

199. La alianza nueva que Cristo pactó con su Padre se interioriza por el Espíritu Santo, que
nos da la ley de gracia y de libertad que él mismo ha escrito en nuestros corazones. Por eso,
la renovación de los hombres y consiguientemente de la sociedad dependerá, en primer
lugar, de la acción del Espíritu Santo. Las leyes y estructuras deberán ser animadas por el
Espíritu que vivifica a los hombres y hace que el Evangelio se encarne en la historia.

200. América Latina, que desde los orígenes de la Evangelización selló esta Alianza con el
Señor, tiene que renovarla ahora y vivirla con la gracia del Espíritu, con todas sus
exigencias de amor, de entrega y de justicia.

201. El Espíritu, que llenó el orbe de la tierra, abarcó también lo que había de bueno en las
culturas precolombinas; Él mismo les ayudó a recibir el Evangelio; Él sigue hoy suscitando
anhelos de salvación liberadora en nuestros pueblos. Se hace, por tanto, necesario descubrir
su presencia auténtica en la historia del continente.

1.9. Espíritu de verdad y vida, de amor y libertad 

202. El Espíritu Santo es llamado por Jesús «Espíritu de verdad» y el encargado de
llevarnos a la verdad plena (41) da en nosotros testimonio de que somos hijos de Dios y de
que Jesús ha resucitado y es «el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb 13,8). Por eso es el
principal evangelizador, quien anima a todos los evangelizadores y los asiste para que
lleven la verdad total sin errores y sin limitaciones.

203. El Espíritu Santo es «Dador de vida». Es el agua viva que fluye de la fuente, Cristo,
que resucita a los muertos por el pecado y nos hace odiarlo especialmente en un momento
de tanta corrupción y desorientación como el presente.

204. Es Espíritu de amor y libertad. El Padre, al enviarnos al Espíritu de su Hijo, «derrama
su amor en nuestros corazones» (Rom 5,5), convirtiéndonos del pecado y dándonos la
libertad de los hijos. Libertad esta necesariamente vinculada a la filiación y la fraternidad.
El que es libre según el Evangelio, sólo se compromete a las acciones dignas de su Padre
Dios y de sus hermanos los hombres.

1.10. El Espíritu reúne en la unidad y enriquece en la adversidad 

205. Jesucristo, Salvador de los hombres, difunde su Espíritu sobre todos sin acepción de
personas. Quien en su evangelización excluya a un solo hombre de su amor, no posee el
Espíritu de Cristo; por eso, la acción apostólica tiene que abarcar a todos los hombres,
destinados a ser hijos de Dios.

206. «El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos
dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando,
a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas» (AG 4). La Jerarquía y las
instituciones, pues, lejos de ser obstáculo para la Evangelización, son instrumentos del
Espíritu y de la gracia.

207. Los carismas nunca han estado ausentes en la Iglesia. Pablo VI ha expresado su
complacencia por la renovación espiritual que aparece en los lugares y medios más diversos
y que conduce a la oración gozosa, a la íntima unión con Dios, a la fidelidad al Señor y a
una profunda comunión de las almas. Así lo han hecho también varias Conferencias
Episcopales. Pero esta renovación exige buen sentido, orientación y discernimiento por
parte de los pastores, a fin de evitar exageraciones y desviaciones peligrosas (42).

208. La acción del Espíritu Santo llega aun a aquellos que no conocen a Jesucristo, pues «el
Señor quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad» (1Tim 2,4).

1.11. Consumación del designio de Dios

209. La vida trinitaria que nos participa Cristo llegará a su plenitud sólo en la gloria. La
Iglesia peregrinante en cuanto institución humana y terrena reconoce con humildad sus
errores y pecados, que oscurecen el rostro de Dios en sus hijos (43) pero está decidida a
continuar su acción evangelizadora para ser fiel a su misión con la confianza puesta en la
fidelidad de su Fundador y en el poder del Espíritu.

210. Jesucristo buscó siempre la gloria de su Padre y culminó su entrega a Él en la cruz. Él
es el «Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Ir al Padre. En eso consistió el
caminar terrestre de Jesucristo. Desde entonces, ir al Padre es el caminar terrestre de la
Iglesia, pueblo de hermanos. Sólo en el encuentro con el Padre hallaremos la plenitud que
sería utópico buscar en el tiempo. Mientras la Iglesia espera la unión consumada con su
esposo divino, «el Espíritu y la Esposa dicen: Ven, Señor Jesús» (Ap 22,17-20).

1.12. Comunión y participación 

211. Después de la proclamación de Cristo, que nos «revela» al Padre y nos da su Espíritu,
llegamos a descubrir las raíces últimas de nuestra comunión y participación.

212. Cristo nos revela que la vida divina es comunión trinitaria. Padre, Hijo y Espíritu
viven, en perfecta intercomunión de amor, el misterio supremo de la unidad. De allí
procede todo amor y toda comunión, para grandeza y dignidad de la existencia humana.

213. Por Cristo, único Mediador, la humanidad participa de la vida trinitaria. Cristo hoy,
principalmente con su actividad pascual, nos lleva a la participación del misterio de Dios.
Por su solidaridad con nosotros, nos hace capaces de vivificar nuestra actividad con el amor
y transformar nuestro trabajo y nuestra historia en gesto litúrgico, o sea, de ser
protagonistas con Él de la construcción de la convivencia y las dinámicas humanas que
reflejan el misterio de Dios y constituyen su gloria viviente.

214. Por Cristo, con Él y en Él, entramos a participar en la comunión de Dios. No hay otro
camino que lleve al Padre. Al vivir en Cristo, llegamos a ser su cuerpo místico, su pueblo,
pueblo de hermanos unidos por el amor que derrama en nosotros el Espíritu. Ésta es la
comunión a la que el Padre nos llama por Cristo y su Espíritu. A ella se orienta toda la
historia de la salvación y en ella se consuma el designio de amor del Padre que nos creó.

215. La comunión que ha de construirse entre los hombres abarca el ser, desde las raíces de
su amor, y ha de manifestarse en toda la vida, aun en su dimensión económica, social y
política. Producida por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es la comunicación de su
propia comunión trinitaria.

216. Ésta es la comunión que buscan ansiosamente las muchedumbres de nuestro
continente cuando confían en la providencia del Padre o cuando confiesan a Cristo como Dios Salvador; cuando buscan la gracia del Espíritu en los sacramentos y aun cuando se
signan «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

217. «En esta comunión trinitaria del Pueblo y Familia de Dios, juntamente veneramos e
invocamos la intercesión de la Virgen María y de todos los santos. Todo genuino
testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige por su propia naturaleza
a Cristo y por Él a Dios» (LG 50).

218. La Evangelización es un llamado a la participación en la comunión trinitaria. Otras
formas de comunión, aunque no constituyen el destino último del hombre, son, animadas
por la gracia, su primicia.

219. La Evangelización nos lleva a participar en los gemidos del Espíritu, que quiere liberar
a toda la creación. El Espíritu que nos mueve a esa liberación nos abre el camino a la
unidad de todos los hombres entre sí y de los hombres con Dios, hasta que «Dios sea todo
en todos» (1Cor 15,28).

2. La verdad sobre la Iglesia, el Pueblo de Dios, signo y servicio de comunión 

220. Cristo, que asciende al Padre y se oculta a los ojos de la humanidad, continúa
evangelizando visiblemente a través de la Iglesia, sacramento de comunión de los hombres
en el único pueblo de Dios, peregrino en la historia. Para ello, Cristo le envía su Espíritu,
«quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de la conciencia
hace aceptar y comprender la palabra de salvación» (EN 75).

2.1. La Buena Nueva de Jesús y la Iglesia 

Dos presencias inseparables 

221. La presencia viva de Jesucristo en la historia, la cultura y toda la realidad de América
Latina es manifiesta. Esta presencia, en el sentir de nuestro pueblo, va inseparablemente
unida a la de la Iglesia, porque a través de ella su Evangelio ha resonado en nuestras tierras.
Tal experiencia entraña una profunda intuición de fe acerca de la naturaleza íntima de la
Iglesia.

La Iglesia y Jesús evangelizador 

222. La Iglesia es inseparable de Cristo, porque Él mismo la fundó (44) por un acto expreso
de su voluntad, sobre los Doce, cuya cabeza es Pedro (45), constituyéndola como
sacramento universal y necesario de salvación. La Iglesia no es un «resultado» posterior ni
una simple consecuencia «desencadenada» por la acción evangelizadora de Jesús. Ella nace
ciertamente de esta acción, pero de modo directo, pues es el mismo Señor quien convoca a
sus discípulos y les participa el poder de su Espíritu, dotando a la naciente comunidad de
todos los medios y elementos esenciales que el pueblo católico profesa como de institución
divina.

223. Además, Jesús señala a su Iglesia como camino normativo. No queda, pues, a
discreción del hombre el aceptarla o no sin consecuencias. «Quien a vosotros escucha, a mí
me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza» (Lc 10,16), dice el Señor a sus
apóstoles. Por lo mismo, aceptar a Cristo exige aceptar su Iglesia (PO 14c). Ésta es parte del Evangelio, del legado de Jesús y objeto de nuestra fe, amor y lealtad. Lo manifestamos
cuando rezamos: «Creo en la Iglesia una, santa, católica, apostólica».

224. Pero la Iglesia es también depositaria y transmisora del Evangelio. Ella prolonga en la
tierra, fiel a la ley de la encarnación visible, la presencia y acción evangelizadora de Cristo.
Como Él, la Iglesia vive para evangelizar. Ésa es su dicha y vocación propia (EN 14):
proclamar a los hombres la persona y el mensaje de Jesús.

225. Esta Iglesia es una sola: la edificada sobre Pedro, a la cual el mismo Señor llama «mi
Iglesia» (Mt 16,18). Sólo en la Iglesia católica se da la plenitud de los medios de salvación
(UR 36), legados por Jesús a los hombres mediante los apóstoles. Por ello, tenemos el
deber de proclamar la excelencia de nuestra vocación a la Iglesia católica (LG 14).
Vocación que es a la vez inmensa gracia y responsabilidad.

La Iglesia y el Reino que anuncia Jesús 

226. El mensaje de Jesús tiene su centro en la proclamación del Reino que en Él mismo se
hace presente y viene. Este Reino, sin ser una realidad desligable de la Iglesia (LG 8a),
trasciende sus límites visibles (46). Porque se da en cierto modo dondequiera que Dios esté
reinando mediante su gracia y amor, venciendo el pecado y ayudando a los hombres a
crecer hacia la gran comunión que les ofrece en Cristo. Tal acción de Dios se da también en
el corazón de hombres que viven fuera del ámbito perceptible de la Iglesia (47). Lo cual no
significa, en modo alguno, que la pertenencia a la Iglesia sea indiferente (48).

227. De ahí que la Iglesia haya recibido la misión de anunciar e instaurar el Reino (49) en
todos los pueblos. Ella es su signo. En ella se manifiesta, de modo visible, lo que Dios está
llevando a cabo silenciosamente en el mundo entero. Es el lugar donde se concentra al
máximo la acción del Padre, que en la fuerza del Espíritu de Amor busca solícito a los
hombres, para compartir con ellos -en gesto de indecible ternura- su propia vida trinitaria.
La Iglesia es también el instrumento que introduce el Reino entre los hombres para
impulsarlos hacia su meta definitiva.

228. Ella «ya constituye en la tierra el germen y principio de ese Reino» (LG 5). Germen
que deberá crecer en la historia, bajo el influjo del Espíritu, hasta el día en que «Dios sea
todo en todos» (1Cor 15,28). Hasta entonces, la Iglesia permanecerá perfectible bajo
muchos aspectos, permanentemente necesitada de autoevangelización, de mayor conversión
y purificación (50).

229. No obstante, el Reino ya está en ella. Su presencia en nuestro continente es una Buena
Nueva. Porque ella -aunque de modo germinal- llena plenamente los anhelos y esperanzas
más profundos de nuestros pueblos.

230. En esto consiste el «misterio» de la Iglesia: es una realidad humana, formada por
hombres limitados y pobres, pero penetrada por la insondable presencia y fuerza del Dios
Trino que en ella resplandece, convoca y salva (51). 231. La Iglesia de hoy no es todavía lo que está llamada a ser. Es importante tenerlo en
cuenta, para evitar una falsa visión triunfalista. Por otro lado, no debe enfatizarse tanto lo
que le falta, pues en ella ya está presente y operando de modo eficaz en este mundo la
fuerza que obrará el Reino definitivo.

2.2. La Iglesia vive en misterio de comunión como Pueblo de Dios 

232. Nuestro pueblo ama las peregrinaciones. En ellas, el cristiano sencillo celebra el gozo
de sentirse inmerso en medio de una multitud de hermanos, caminando juntos hacia el Dios
que los espera. Tal gesto constituye un signo y sacramental espléndido de la gran visión de
la Iglesia, ofrecida por el Concilio Vaticano II: la Familia de Dios, concebida como Pueblo
de Dios, peregrino a través de la historia, que avanza hacia su Señor.

233. El Concilio aconteció en un momento difícil para nuestros pueblos latinoamericanos.
Años de problemas, de búsqueda angustiosa de la propia identidad, marcados por un
despertar de las masas populares y por ensayos de integración americana, a los que precede
la fundación del CELAM (1955). Esto ha preparado el ambiente en el pueblo católico para
abrirse con cierta facilidad a una Iglesia que también se presenta como «Pueblo». Y Pueblo
universal, que penetra los demás pueblos, para ayudarlos a hermanarse y crecer hacia una
gran comunión, como la que América Latina comenzaba a vislumbrar. Medellín divulga la
nueva visión, antigua como la misma historia bíblica (52).

234. Diez años después, la Iglesia de América Latina se encuentra en Puebla en mejores
condiciones aun para reafirmar gozosa su realidad de Pueblo de Dios. Después de Medellín
nuestros pueblos viven momentos importantes de encuentro consigo mismos,
redescubriendo el valor de su historia, de las culturas indígenas y de la religiosidad popular.
En medio de ese proceso se descubre la presencia de este otro pueblo que acompaña en su
historia a nuestros pueblos naturales. Y se comienza a apreciar su aporte como factor
unificador de nuestra cultura, a la que tan ricamente ha fecundado con savia evangélica. La
fecundación fue recíproca, logrando la Iglesia encarnarse en nuestros valores originales y
desarrollar así nuevas expresiones de la riqueza del Espíritu.

235. La visión de la Iglesia como Pueblo de Dios aparece, además, necesaria para
completar el proceso de tránsito acentuado en Medellín, de un estilo individualista de vivir
la fe a la gran conciencia comunitaria a que nos abrió el Concilio.

236. El Pueblo de Dios es un Pueblo universal. Familia de Dios en la tierra; Pueblo santo;
Pueblo que peregrina en la historia; Pueblo enviado.

237. La Iglesia es un Pueblo universal, destinado a ser «luz de las naciones» (Is 49,6; Lc
2,32). No se constituye por raza, ni por idioma, ni por particularidad humana alguna. Nace
de Dios por la fe en Jesucristo. Por eso no entra en pugna con ningún otro pueblo y puede
encarnarse en todos, para introducir en sus historias el Reino de Dios. Así «fomenta y
asume, y al asumir, purifica, fortalece y eleva todas las capacidades, riquezas y costumbres
de los pueblos en lo que tienen de bueno» (LG 13b).

Pueblo, Familia de Dios 

238. Nuestro pueblo latinoamericano llama espontáneamente al templo «Casa de Dios»,
porque intuye que allí se congrega la Iglesia como «Familia de Dios». Es la misma
expresión usada repetidamente por la Biblia y también por el Concilio, para expresar la
realidad más profunda e íntima del Pueblo de Dios (Sal 60,8; Dt 32,8ss; Ef 2,19; Rom
8,29).

239. Es una visión de la Iglesia que toca hondamente al hombre latinoamericano, con alta
estima por los valores de la familia y que busca, ansioso, ante la frialdad creciente del
mundo moderno, la manera de salvarlos. La reacción se nota en muchos países, tanto en el
repunte de la pastoral familiar, como en la multiplicación de las Comunidades Eclesiales de
Base, donde se hace posible -a nivel de experiencia humana- una intensa vivencia de la
realidad de la Iglesia como Familia de Dios.

240. Muchas parroquias y diócesis acentúan también lo familiar. Saben que el
latinoamericano necesita y busca una familia y que de esta manera encontrarán en la Iglesia
respuestas a sus necesidades. No se trata aquí de táctica sicológica, sino de fidelidad a la
propia identidad. Porque la Iglesia no es el lugar donde los hombres se «sienten», sino
donde se «hacen» -real, profunda, ontológicamente- «Familia de Dios». Se convierten
verdaderamente en hijos del Padre en Jesucristo (53), quien les participa su vida por el
poder del Espíritu, mediante el Bautismo. Esta gracia de la filiación divina es el gran tesoro
que la Iglesia debe ofrecer a los hombres de nuestro continente.

241. De la filiación en Cristo nace la fraternidad cristiana. El hombre moderno no ha
logrado construir una fraternidad universal sobre la tierra, porque busca una fraternidad sin
centro ni origen común. Ha olvidado que la única forma de ser hermanos es reconocer la
procedencia de un mismo Padre.

242. La Iglesia, Familia de Dios, es hogar donde cada hijo y hermano es también señor,
destinado a participar del señorío de Cristo sobre la creación y la historia. Señorío que debe
aprenderse y conquistarse, mediante un continuo proceso de conversión y asimilación al
Señor.

243. El fuego que vivifica la Familia de Dios es el Espíritu Santo. Él suscita la comunión de
fe, esperanza y caridad que constituye como su alma invisible, su dimensión más profunda,
raíz del compartir cristiano a otros niveles. Porque la Iglesia se compone de hombres
dotados de alma y cuerpo, la comunión interior debe expresarse visiblemente. La capacidad
de compartir será signo de la profundidad de la comunión interior y de su credibilidad hacia
afuera (54). De allí la gravedad y el escándalo de las desuniones en la Iglesia. En ella se
juega la misión misma que Jesús le confió: su capacidad de ser signo y prueba de que Dios
quiere por ella convertir a los hombres en su Familia.

244. Los problemas que afectan la unidad de la Iglesia se generan en la diversidad de sus
miembros. Esta multitud de hermanos (55) que Cristo ha reunido en la Iglesia, no
constituye una realidad monolítica. Viven su unidad desde la diversidad que el Espíritu ha
regalado a cada uno (56), entendida como un aporte que contribuye a la riqueza de la
totalidad.

245. Dicha diversidad puede fundarse en la simple manera de ser de cada cual. En
la función que le corresponde al interior de la Iglesia y que distingue nítidamente el papel de la jerarquía y del laicado. O en carismas más particulares que el Espíritu suscita, como el
de la vida religiosa y otros. Por eso, la Iglesia es como un Cuerpo que, constantemente
engendrado, alimentado y renovado por el Espíritu, crece hacia la plenitud de Cristo (57).

246. La fuerza que asegura la cohesión de la Familia de Dios en medio de tensiones y
conflictos es, en primer lugar, la misma vitalidad de su comunión en la fe y el amor. Lo que
supone no sólo la voluntad de unidad, sino también la coincidencia en la plena verdad de
Jesucristo. Igualmente aseguran y construyen la unidad de la Iglesia los sacramentos. La
Eucaristía la significa en su realidad más profunda, pues congrega al Pueblo de Dios, como
Familia que participa de una sola mesa, donde la vida de Cristo, sacrificialmente entregada,
se hace la única vida de todos.

247. La Eucaristía nos orienta de modo inmediato a la
jerarquía, sin la cual es imposible. Porque fue a los apóstoles a quienes dio el Señor el
mandato de hacerla «en memoria mía» (Lc 22,19). Los pastores de la Iglesia, sucesores de
los apóstoles, constituyen por lo mismo el centro visible donde se ata, aquí en la tierra, la
unidad de la Iglesia.

248. Según el Concilio, el papel de los pastores es eminentemente
paternal (LG 28; CD 16; PO 9). Es evidente, entonces, que suceda en la Iglesia lo que en
toda familia: la unidad de los hijos se anuda -fundamentalmente- hacia arriba. Cuando la
comunicación con la Iglesia se debilita y aun se rompe, son también los pastores los
ministros sacramentales de la reconciliación (58).

249. Este carácter paternal no hace olvidar que los pastores están dentro de la Familia de
Dios a su servicio. Son hermanos, llamados a servir la vida que el Espíritu libremente
suscita en los demás hermanos. Vida que es deber de los pastores respetar, acoger, orientar
y promover, aunque haya nacido independientemente de sus propias iniciativas. De ahí el
cuidado necesario para «no extinguir el Espíritu ni tener en poco la profecía» (1Tes 5,19).
Los pastores viven para los otros. «Para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn
10,10). La tarea de unidad no significa ejercicio de un poder arbitrario. Autoridad es
servicio a la vida. Ese servicio de los pastores incluye el derecho y el deber de corregir y
decidir, con la claridad y firmeza que sean necesarias.

Pueblo santo 

250. El Pueblo de Dios, inhabitado por el Espíritu, es también un Pueblo santo. Mediante el
Bautismo, el mismo Espíritu le ha participado la vida divina. Lo ha ungido, así como
Pueblo mesiánico, revestido de una santidad sustancial que se funda en la misma santidad
de la vida divina recibida. Tal santidad recuerda al Pueblo de Dios la dimensión vertical y
constituyente de su comunión. Es un pueblo no sólo que nace de Dios, también se ordena a
Él, como Pueblo consagrado, a rendirle culto y gloria. El Pueblo de Dios aparece así como
su Templo vivo, morada de su presencia entre los hombres. En él, los cristianos somos
piedras vivas (59).

251. Los ciudadanos de este Pueblo deben caminar por la tierra, pero como ciudadanos del
cielo, con su corazón enraizado en Dios, mediante la oración y la contemplación. Actitud
que no significa fuga frente a lo terreno, sino condición para una entrega fecunda a los
hombres. Porque quien no haya aprendido a adorar la voluntad del Padre en el silencio de la
oración, difícilmente logrará hacerlo cuando su condición de hermano le exija renuncia,
dolor, humillación.

252. El culto que Dios nos pide -expresado en la oración y la liturgia- se prolonga en la
vida diaria, a través del esfuerzo por convertirlo todo en ofrenda (60). Como miembros de
un pueblo ya santificado por el Bautismo, los cristianos estamos llamados a manifestar esta
santidad. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Santidad que
exige el cultivo tanto de las virtudes sociales como de la moral personal. Todo lo que atenta
contra la dignidad del cuerpo del hombre, llamado a ser templo de Dios, implica
profanación y sacrilegio y entristece al Espíritu (61). Esto vale para el homicidio y la
tortura, pero también para la prostitución, la pornografía, el adulterio, el aborto y cualquier
abuso de la sexualidad.

253. En este mundo la Iglesia nunca logrará vivir plenamente su vocación universal a la
santidad. Permanecerá compuesta de justos y pecadores (62). Más aún: por el corazón de
cada cristiano pasa la línea que divide la parte que tenemos de justos y de pecadores.

Pueblo peregrino 

254. Al concebirse a sí misma como Pueblo, la Iglesia se define como una realidad en
medio de la historia que camina hacia una meta aún no alcanzada.

255. Por ser un Pueblo histórico, la naturaleza de la Iglesia exige visibilidad a nivel de
estructuración social (63). El Pueblo de Dios considerado como «Familia» connotaba ya
una realidad visible, pero en un plano eminentemente vital. La acentuación del rasgo
histórico destaca la necesidad de expresar dicha realidad como institución.

256. Tal carácter social-institucional se manifiesta en la Iglesia a través de una estructura
visible y clara, que ordena la vida de sus miembros, precisa sus funciones y relaciones, sus
derechos y deberes.

257. La Iglesia, como Pueblo de Dios, reconoce una sola autoridad: Cristo. Él es el único
Pastor que la guía. Sin embargo, los lazos que a Él la atan son mucho más profundos que
los de la simple labor de conducción. Cristo es autoridad de la Iglesia en el sentido más
profundo de la palabra: porque es su autor. Porque es la fuente de su vida y unidad, su
Cabeza. Esta capitalidad es la misteriosa relación vital que lo vincula a todos sus miembros.
Por eso, la participación de su autoridad a los pastores, a lo largo de la historia, arranca de
esta misma realidad. Es mucho más que una simple potestad jurídica. Es participación en el
misterio de su capitalidad. Y, por lo mismo, una realidad de orden sacramental.

258. Los Doce, presididos por Pedro, fueron escogidos por Jesús para participar de esa
misteriosa relación suya con la Iglesia. Fueron constituidos y consagrados por Él como
sacramentos vivos de su presencia, para hacerlo visiblemente presente Cabeza y Pastor, en
medio de su Pueblo. De esta comunión profunda en el misterio, fluye como consecuencia el
poder de «atar y desatar» (64). Considerado en su totalidad, el ministerio jerárquico es una
realidad de orden sacramental, vital y jurídico como la Iglesia.

259. Tal ministerio fue confiado a Pedro y a los demás apóstoles, cuyos sucesores son hoy
día el Romano Pontífice y los Obispos, a quienes se unen, como colaboradores, los
presbíteros y diáconos. Los Pastores de la Iglesia no sólo la guían en nombre del Señor. Ejercen también la función de maestros de la verdad y presiden sacerdotalmente el culto
divino. El deber de obediencia del Pueblo de Dios frente a los Pastores que le conducen, se
funda, antes que en consideraciones jurídicas, en el respeto creyente a la presencia
sacramental del Señor en ellos. Ésta es su realidad objetiva de fe, independiente de toda
consideración personal.

260. En América Latina, desde el Concilio y Medellín, se nota un cambio grande en el
modo de ejercer la autoridad dentro de la Iglesia. Se ha acentuado su carácter de servicio y
sacramento, como también su dimensión de afecto colegial. Ésta última ha encontrado su
expresión, no sólo a nivel del consejo presbiteral diocesano, sino también a través de las
Conferencias Episcopales y el CELAM.

261. Esta visión de la Iglesia, como Pueblo histórico y socialmente estructurado, es un
marco al cual necesariamente debe referirse también la reflexión teológica sobre las
Comunidades Eclesiales de Base en nuestro continente, pues introduce elementos que
permiten complementar el acento de dichas comunidades en el dinamismo vital de las bases
y en la fe compartida más espontáneamente en comunidades pequeñas. La Iglesia, como
Pueblo histórico e institucional, representa la estructura más amplia, universal y definida
dentro de la cual deben inscribirse vitalmente las Comunidades Eclesiales de Base para no
correr el riesgo de degenerar hacia la anarquía organizativa por un lado y hacia el elitismo
cerrado o sectario por otro (65).

262. Algunos aspectos del problema de la «Iglesia popular» o de los «magisterios
paralelos» se insinúan en dicha línea: la secta tiende siempre al autoabastecimiento, tanto
jurídico como doctrinal. Integradas en el Pueblo total de Dios, las Comunidades Eclesiales
de Base evitarán, sin duda, estos escollos y responderán a las esperanzas que la Iglesia
Latinoamericana tiene puestas en ellas.

263. El problema de la «Iglesia popular», que nace del Pueblo, presenta diversos aspectos.
Si se entiende como una Iglesia que busca encarnarse en los medios populares del
continente y que, por lo mismo surge de la respuesta de fe que esos grupos den al Señor, se
evita el primer obstáculo: la aparente negación de la verdad fundamental que enseña que la
Iglesia nace siempre de una primera iniciativa «desde arriba»; del Espíritu que la suscita y
del Señor que la convoca. Pero el nombre parece poco afortunado. Sin embargo, la «Iglesia
popular» aparece como distinta de «otra», identificada con la Iglesia «oficial» o
«institucional», a la que se acusa de «alienante». Esto implicaría una división en el seno de
la Iglesia y una inaceptable negación de la función de la jerarquía. Dichas posiciones, según
Juan Pablo II, podrían estar inspiradas por conocidos condicionamientos ideológicos (66).

264. Otro problema candente en América Latina y relacionado con la condición histórica
del Pueblo de Dios, es el de los cambios en la Iglesia. Al avanzar por la historia, la Iglesia
necesariamente cambia, pero sólo en lo exterior y accidental. No puede hablarse, por lo
tanto, de una contraposición entre la «nueva Iglesia» y la «vieja Iglesia», como algunos lo
pretenden (Juan Pablo II, Catedral de México). El problema de los cambios ha hecho sufrir
a muchos cristianos que han visto derrumbarse una forma de vivir la Iglesia que creían
totalmente inmutable. Es importante ayudarlos a distinguir los elementos divinos y
humanos de la Iglesia. Cristo, en cuanto Hijo de Dios, permaneció siempre idéntico a sí mismo, pero en su aspecto humano fue cambiando sin cesar: de porte, de rostro, de aspecto.
Igual sucede con la Iglesia.

265. En el otro extremo están los que quisieron vivir un cambio continuo. No es ése el
sentido de ser peregrinos. No estamos buscándolo todo. Hay algo que ya poseemos en la
esperanza con seguridad y de lo cual debemos dar testimonio. Somos peregrinos, pero
también testigos. Nuestra actitud es de reposo y alegría por lo que ya encontramos y de
esperanza por lo que aún nos falta. Tampoco es cierto que todo el camino se hace al andar.
El camino personal, en sus circunstancias concretas, sí, pero el ancho camino común del
Pueblo de Dios ya está abierto y recorrido por Cristo y por los santos, especialmente los
santos de nuestra América Latina: Los que murieron defendiendo la integridad de la fe y la
libertad de la Iglesia, sirviendo a los pobres, a los indios, a los esclavos. También los que
alcanzaron las más altas cumbres de la contemplación. Ellos caminan con nosotros. Nos
ayudan con su intercesión.

266. Ser peregrinos comporta siempre una cuota inevitable de inseguridad y riesgo. Ella se
acrecienta por la conciencia de nuestra debilidad y nuestro pecado. Es parte del diario morir
en Cristo. La fe nos permite asumirlo con esperanza Pascual. Los últimos diez años han
sido violentos en nuestro continente. Pero caminamos seguros de que el Señor sabrá
convertir el dolor, la sangre y la muerte que en el camino de la historia van dejando
nuestros pueblos y nuestra Iglesia, en semillas de resurrección para América Latina. Nos
reconforta el Espíritu y la Madre fiel, siempre presentes en la marcha del Pueblo de Dios.

Pueblo enviado de Dios 

267. En la fuerza de la consagración mesiánica del bautismo, el Pueblo de Dios es enviado
a servir al crecimiento del Reino en los demás pueblos. Se le envía como pueblo profético
que anuncia el Evangelio o discierne las voces del Señor en la historia. Anuncia dónde se
manifiesta la presencia de su Espíritu. Denuncia dónde opera el misterio de iniquidad,
mediante hechos y estructuras que impiden una participación más fraternal en la
construcción de la sociedad y en el goce de los bienes que Dios creó para todos.

268. En los últimos diez años comprobamos la intensificación de la función profética.
Asumir tal función ha sido labor dura para los Pastores. Hemos intentado ser voz de los que
no tienen voz y testimoniar la misma predilección del Señor por los pobres y los que sufren.
Creemos que nuestros pueblos nos han sentido más cerca. Ciertamente logramos iluminar y
ayudar. Ciertamente también, pudimos haber hecho más. Ahora, colegialmente, intentamos
interpretar el paso del Señor por América Latina.

269. Otra forma privilegiada de evangelizar es la celebración de la fe en la Liturgia y los
Sacramentos. Allí aparece el Pueblo de Dios como Pueblo Sacerdotal, investido de un
sacerdocio universal del cual todos los bautizados participan pero que difiere esencialmente
del sacerdocio jerárquico.

2.3. El Pueblo de Dios, al servicio de la Comunión 
Un pueblo servidor 

270. El Pueblo de Dios, como Sacramento universal de salvación, está enteramente al
servicio de la comunión de los hombres con Dios y del género humano entre sí (67). La
Iglesia es, por tanto, un pueblo de servidores. Su modo propio de servir es evangelizar; es
un servicio que sólo ella puede prestar. Determina su identidad y la originalidad de su
aporte. Dicho servicio evangelizador de la Iglesia se dirige a todos los hombres, sin
distinción. Pero debe reflejarse siempre en él la especial predilección de Jesús por los más
pobres y los que sufren.

271. Dentro del Pueblo de Dios, todos -jerarquía, laicos, religiosos- son servidores del
Evangelio. Cada uno según su papel y carisma propios. La Iglesia, como servidora del
Evangelio, sirve a la vez a Dios y a los hombres. Pero para conducir a éstos hacia el Reino
de su Señor, el único de quien ella, junto con la Virgen María, se proclama esclava y a
quien subordina todo su servicio humano.

La Iglesia, signo de comunión 

272. La Iglesia evangeliza, en primer lugar, mediante el testimonio global de su vida. Así,
en fidelidad de su condición de sacramento, trata de ser más y más un signo transparente o
modelo vivo de la comunión de amor en Cristo que anuncia y se esfuerza por realizar. La
pedagogía de la Encarnación nos enseña que los hombres necesitan modelos preclaros que
los guíen (68). América Latina también necesita tales modelos.

273. Cada comunidad eclesial debería esforzarse por constituir para el Continente un
ejemplo de modo de convivencia donde logren aunarse la libertad y la solidaridad. Donde
la autoridad se ejerza con el espíritu del Buen Pastor. Donde se viva una actitud diferente
frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de organización y estructuras de participación,
capaces de abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y sobre todo, donde
inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión con Dios en Jesucristo,
cualquier otra forma de comunión puramente humana resulta a la postre incapaz de
sustentarse y termina fatalmente volviéndose contra el mismo hombre.

La Iglesia, escuela de forjadores de historia

274. Para los mismos cristianos, la Iglesia debería convertirse en el lugar donde aprenden a
vivir la fe experimentándola y descubriéndola encarnada en otros. Del modo más urgente,
debería ser la escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia, para impulsar
eficazmente con Cristo la historia de nuestros pueblos hacia el Reino.

275. Ante los desafíos históricos que enfrentan nuestros pueblos encontramos entre los
cristianos dos tipos de reacciones extremas. Los «pasivistas», que creen no poder o no
deber intervenir, esperando que Dios solo actúe y libere. Los «activistas», que en una
perspectiva secularizada, consideran a Dios lejano, como si hubiera entregado la completa
responsabilidad de la historia a los hombres, quienes, por lo mismo, intentan angustiada y
frenéticamente empujarla hacia adelante.

276. La actitud de Jesús fue otra. En Él culminó la sabiduría enseñada por Dios a Israel.
Israel había encontrado a Dios en medio de su historia. Dios lo invitó a forjarla juntos, en Alianza. Él señalaba el camino y la meta, y exigía la colaboración libre y creyente de su
Pueblo. Jesús aparece igualmente actuando en la historia, de la mano de su Padre. Su
actitud es, a la vez, de total confianza y de máxima corresponsabilidad y compromiso.
Porque sabe que todo está en las manos del Padre que cuida de las aves y de los lirios del
campo (69). Pero sabe también que la acción del Padre busca pasar a través de la suya.

277. Como el Padre es el protagonista principal, Jesús busca seguir sus caminos y sus
ritmos. Su preocupación de cada instante consiste en sintonizar fiel y rigurosamente con el
querer del Padre. No basta con conocer la meta y caminar hacia ella. Se trata de conocer y
esperar la hora (70)que para cada paso tiene señalada el Padre, escrutando los signos de su
Providencia. De esta docilidad filial dependerá toda la fecundidad de la obra.

278. Además, Jesús tiene claro que no sólo se trata de liberar a los hombres del pecado y
sus dolorosas consecuencias. Él sabe bien lo que hoy tanto se calla en América Latina: que
se debe liberar el dolor por el dolor, esto es, asumiendo la Cruz y convirtiéndola en fuente
de vida pascual.

279. Para que América Latina sea capaz de convertir sus dolores en crecimiento hacia una
sociedad verdaderamente participada y fraternal, necesita educar hombres capaces de forjar
la historia según la «praxis» de Jesús, entendida como la hemos precisado a partir de la
teología bíblica de la historia. El continente necesita hombres conscientes de que Dios los
llama a actuar en alianza con Él. Hombres de corazón dócil, capaces de hacer suyos los
caminos y el ritmo que la Providencia indique. Especialmente capaces de asumir su propio
dolor y el de nuestros pueblos y convertirlos, con espíritu pascual, en exigencias de
conversión personal, en fuente de solidaridad con todos los que comparten este sufrimiento
y en desafío para la iniciativa y la imaginación creadoras.

La Iglesia, instrumento de comunión 

280. A través de la acción de cristianos evangélicamente comprometidos, la Iglesia puede
completar su misión de Sacramento de salvación haciéndose instrumento del Señor que
dinamice eficazmente hacia Él la historia de los hombres y de los pueblos.

281. La realización histórica de este servicio evangelizador resultará siempre ardua y
dramática, porque el pecado, fuerza de ruptura, obstaculizará permanentemente el
crecimiento en el amor y la comunión, tanto desde el corazón de los hombres, como desde
las diversas estructuras por ellos creadas, en las cuales el pecado de sus autores ha impreso
su huella destructora. En este sentido, la situación de miseria, marginación, injusticia y
corrupción que hiere a nuestro continente, exige del Pueblo de Dios y de cada cristiano un
auténtico heroísmo en su compromiso evangelizador, a fin de poder superar semejantes
obstáculos. Ante tal desafío, la Iglesia se sabe limitada y pequeña, pero se siente animada
por el Espíritu y protegida por María. Su intercesión poderosa le permitirá superar las
«estructuras de pecado» en la vida personal y social y le obtendrá la «verdadera liberación»
que viene de Cristo Jesús (Juan Pablo II, Homilía Zapopán 3).

2.4. María, Madre y modelo de la Iglesia 

282. En nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María
como su realización más alta. Desde los orígenes -en su aparición y advocación de
Guadalupe- María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la
cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión. María fue
también la voz que impulsó a la unión entre los hombres y los pueblos. Como el de
Guadalupe, los otros santuarios marianos del continente son signos del encuentro de la fe
de la Iglesia con la historia latinoamericana.

283. Pablo VI afirmó que la devoción a María es «un elemento cualificador» e «intrínseco»
de la «genuina piedad de la Iglesia» y del «culto cristiano» (71). Esto es una experiencia
vital e histórica de América Latina. Esa experiencia, lo señala Juan Pablo II, pertenece a la
íntima «identidad propia de estos pueblos» (Juan Pablo II, Homilía Zapopán 2).

284. El pueblo sabe que encuentra a María en la Iglesia Católica. La piedad mariana ha
sido, a menudo, el vínculo resistente que ha mantenido fieles a la Iglesia sectores que
carecían de atención pastoral adecuada.

285. El pueblo creyente reconoce en la Iglesia la familia que tiene por madre a la Madre de
Dios. En la Iglesia confirma su instinto evangélico según el cual María es el modelo
perfecto del cristiano, la imagen ideal de la Iglesia.

María, Madre de la Iglesia 

286. La Iglesia «instruida por el Espíritu Santo venera» a María «como madre amantísima,
con afecto de piedad filial» (LG 13). En esa fe, el Papa Pablo VI quiso proclamar a María
como «Madre de la Iglesia» (72).

287. Se nos ha revelado la admirable fecundidad de María. Ella se hace Madre de Dios, del
Cristo histórico en el fiat de la anunciación, cuando el Espíritu Santo la cubre con su
sombra. Es Madre de la Iglesia porque es Madre de Cristo, Cabeza del Cuerpo místico.
Además, es nuestra Madre «por haber cooperado con su amor» (LG 53) en el momento en
que del corazón traspasado de Cristo nacía la familia de los redimidos; «por eso es nuestra
madre en el orden de la gracia» (LG 61). Vida de Cristo que irrumpe victoriosa en
Pentecostés, donde María imploró para la Iglesia el Espíritu Santo vivificador.

288. La Iglesia, con la Evangelización, engendra nuevos hijos. Ese proceso que consiste en
«transformar desde dentro», en «renovar a la misma humanidad» (EN 18), es un verdadero
volver a nacer. En ese parto, que siempre se reitera, María es nuestra Madre. Ella, gloriosa
en el cielo, actúa en la tierra. Participando del señorío de Cristo Resucitado, «con su amor
materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan» (LG 62); su gran
cuidado es que los cristianos tengan vida abundante y lleguen a la madurez de la plenitud
de Cristo (73).
289. María no sólo vela por la Iglesia. Ella tiene un corazón tan amplio como el mundo e
implora ante el Señor de la historia por todos los pueblos. Esto lo registra la fe popular que
encomienda a María, como Reina maternal, el destino de nuestras naciones.

290. Mientras peregrinamos, María será la Madre educadora de la fe (LG 63). Cuida de que
el Evangelio nos penetre conforme nuestra vida diaria y produzca frutos de santidad. Ella
tiene que ser cada vez más la pedagoga del Evangelio en América Latina.

291. María es verdaderamente Madre de la Iglesia. Marca al Pueblo de Dios. Pablo VI hace
suya una concisa fórmula de la tradición: «No se puede hablar de la Iglesia si no está
presente María» (MC 28). Se trata de una presencia femenina que crea el ambiente familiar,
la voluntad de acogida, el amor y el respeto por la vida. Es presencia sacramental de los
rasgos maternales de Dios. Es una realidad tan hondamente humana y santa que suscita en
los creyentes las plegarias de la ternura, del dolor y de la esperanza.

María, modelo de la Iglesia 

292. Modelo en su relación a Cristo. -Según el plan de Dios, en María «todo está referido a
Cristo y todo depende de Él» (MC 25). Su existencia entera es una plena comunión con su
Hijo. Ella dio su sí a ese designio de amor. Libremente lo aceptó en la anunciación y fue
fiel a su palabra hasta el martirio del Gólgota. Fue la fiel acompañante del Señor en todos
sus caminos. La maternidad divina la llevó a una entrega total. Fue un don generoso, lúcido
y permanente. Anudó una historia de amor a Cristo íntima y santa, única, que culmina en la
gloria.

293. María, llevada a la máxima participación con Cristo, es la colaboradora estrecha en su
obra. Ella fue «algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad
alienante» (MC 37). No es sólo el fruto admirable de la redención; es también la
cooperadora activa. En María se manifiesta preclaramente que Cristo no anula la
creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y
responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por
su cooperación libre en la nueva Alianza de Cristo, es junto a Él protagonista de la historia.
Por esta comunión y participación, la Virgen Inmaculada vive ahora inmersa en el misterio
de la Trinidad, alabando la gloria de Dios e intercediendo por los hombres.

294. Modelo para la vida de la Iglesia y de los hombres. -Ahora, cuando nuestra Iglesia
Latinoamericana quiere dar un nuevo paso de fidelidad a su Señor, miramos la figura
viviente de María. Ella nos enseña que la virginidad es un don exclusivo a Jesucristo, en
que la fe, la pobreza y la obediencia al Señor se hacen fecundas por la acción del Espíritu.
Así también la Iglesia quiere ser madre de todos los hombres, no a costa de su amor a
Cristo, distrayéndose de Él o postergándolo, sino por su comunión íntima y total con Él. La
virginidad maternal de María conjuga en el misterio de la Iglesia esas dos realidades: toda
de Cristo y con Él, toda servidora de los hombres. Silencio, contemplación y adoración, que
originan la más generosa respuesta al envío, la más fecunda Evangelización de los pueblos.

295. María, Madre, despierta el corazón filial que duerme en cada hombre. En esta forma
nos lleva a desarrollar la vida del bautismo por el cual fuimos hechos hijos.
Simultáneamente, ese carisma maternal hace crecer en nosotros la fraternidad. Así María
hace que la Iglesia se sienta familia.

296. María es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe
(74). Ella es la creyente en quien resplandece la fe como don, apertura, respuesta y
fidelidad. Es la perfecta discípula que se abre a la palabra y se deja penetrar por su
dinamismo: Cuando no la comprende y queda sorprendida, no la rechaza o relega; la medita
y la guarda (75). Y cuando suena dura a sus oídos, persiste confiadamente en el diálogo de
fe con el Dios que le habla; así en la escena del hallazgo de Jesús en el templo y en Caná,
cuando su Hijo rechaza inicialmente su súplica (76). Fe que la impulsa a subir al Calvario y
a asociarse a la Fe que la impulsa a subir al Calvario y a asociarse a la cruz, como al único
árbol de la vida. Por su fe es la Virgen fiel, en quien se cumple la bienaventuranza mayor:
«feliz la que ha creído» (Lc 1,45) (77).

297. El Magnificat es espejo del alma de María. En ese poema logra su culminación la
espiritualidad de los pobres de Yahvé y el profetismo de la Antigua Alianza. Es el cántico
que anuncia el nuevo Evangelio de Cristo; es el preludio del Sermón de la Montaña. Allí
María se nos manifiesta vacía de sí misma y poniendo toda su confianza en la misericordia
del Padre. En el Magnificat se manifiesta como modelo «para quienes no aceptan
pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, ni son víctimas de la
"alienación", como hoy se dice, sino que proclaman con ella que Dios "ensalza a los
humildes" y, si es el caso, "derriba a los potentados de sus tronos"...» (Juan Pablo II,
Homilía Zapopán 4: AAS 71 p. 230).

298. Bendita entre todas las mujeres. -La Inmaculada Concepción nos ofrece en María el
rostro del hombre nuevo redimido por Cristo, en el cual Dios recrea «más maravillosamente
aún» (Colecta de la Natividad de Jesús) el proyecto del paraíso. En la Asunción se nos
manifiesta el sentido y el destino del cuerpo santificado por la gracia. En el cuerpo glorioso
de María comienza la creación material a tener parte en el cuerpo resucitado de Cristo.
María Asunta es la integridad humana, cuerpo y alma que ahora reina intercediendo por los
hombres, peregrinos en la historia. Estas verdades y misterios alumbran un continente
donde la profanación del hombre es una constante y donde muchos se repliegan en un
pasivo fatalismo.

299. María es mujer. Es «la bendita entre todas las mujeres». En ella Dios dignificó a la
mujer en dimensiones insospechadas. En María el Evangelio penetró la feminidad, la
redimió y exaltó. Esto es de capital importancia para nuestro horizonte cultural, en el que la
mujer debe de ser valorada mucho más y donde sus tareas sociales se están definiendo más
clara y ampliamente. María es garantía de la grandeza femenina, muestra la forma
específica del ser mujer, con esa vocación de ser alma, entrega que espiritualice la carne y
encarne el espíritu.

300. Modelo de servicio eclesial en América Latina. -La Virgen María se hizo la sierva del
Señor. La Escritura la muestra como la que, yendo a servir a Isabel en la circunstancia del
parto, le hace el servicio mucho mayor de anunciarle el Evangelio con las palabras del
Magnificat. En Caná está atenta a las necesidades de la fiesta y su intercesión provoca la fe
de los discípulos que «creyeron en Él» (Jn 2,11). Todo su servicio a los hombres es abrirlos
al Evangelio e invitarlos a su obediencia: «haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).

301. Por medio de María Dios se hizo carne; entró a formar parte de un pueblo; constituyó
el centro de la historia. Ella es el punto de enlace del cielo con la tierra. Sin María, el
Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo
espiritualista.

302. Pablo VI señala la amplitud del servicio de María con palabras que tienen un eco muy
actual en nuestro continente: Ella es «una mujer fuerte que conoció la pobreza y el
sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2,13-23): situaciones éstas que no pueden escapar a
la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del
hombre y de la sociedad. Se presentará María como mujer que con su acción favoreció la fe
de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2,1-12) y cuya función maternal se dilató,
asumiendo sobre el calvario dimensiones universales» (MC 37).

303. El pueblo latinoamericano sabe todo esto. La Iglesia es consciente de que «lo que
importa es evangelizar no de una manera decorativa, como un barniz superficial» (EN 20).
Esa Iglesia, que con nueva lucidez y decisión quiere evangelizar en lo hondo, en la raíz, en
la cultura del pueblo, se vuelve a María para que el Evangelio se haga más carne, más
corazón de América Latina. Ésta es la hora de María, tiempo de un nuevo Pentecostés que
ella preside con su oración, cuando, bajo el influjo del Espíritu Santo, inicia la Iglesia un
nuevo tramo en su peregrinar. Que María sea en este camino «estrella de la Evangelización
siempre renovada» (EN 81).

. La verdad sobre el hombre: La dignidad humana
304. Visión cristiana del hombre, tanto a la luz de la fe como de la razón, para juzgar su
situación en América Latina en orden a contribuir a la edificación de una sociedad más
cristiana y, por tanto, más humana.

1. Visiones inadecuadas del hombre en América Latina 
1.1. Introducción 

305. En el misterio de Cristo, Dios baja hasta el abismo del ser humano para restaurar desde
dentro su dignidad. La fe en Cristo nos ofrece, así, los criterios fundamentales para obtener
una visión integral del hombre que, a su vez, ilumina y completa la imagen concebida por
la filosofía y los aportes de las demás ciencias humanas, respecto al ser del hombre y a su
realización histórica.

306. Por su parte, la Iglesia tiene el derecho y el deber de anunciar a todos los pueblos la
visión cristiana de la persona humana, pues sabe que la necesita para iluminar su propia
identidad y el sentido de la vida y porque profesa que todo atropello a la dignidad del
hombre es atropello al mismo Dios, de quien es imagen. Por lo tanto, la Evangelización en
el presente y en el futuro de América Latina exige de la Iglesia una palabra clara sobre la
dignidad del hombre. Con ella se quiere rectificar o integrar tantas visiones inadecuadas
que se propagan en nuestro continente, de las cuales, unas atentan contra la identidad y la
genuina libertad; otras impiden la comunión; otras no promueven la participación con Dios
y con los hombres.

307. América Latina constituye el espacio histórico donde se da el encuentro de tres
universos culturales: el indígena, el blanco y el africano, enriquecidos después por diversas
corrientes migratorias. Se da, al mismo tiempo, una convergencia de formas distintas de ver
el mundo, el hombre y Dios y de reaccionar frente a ellos. Se ha fraguado una especie de
mestizaje latinoamericano. Aunque en su espíritu permanece una base de vivencias
religiosas marcadas por el Evangelio, emergen también y se entremezclan cosmovisiones
ajenas a la fe cristiana. Con el tiempo, teorías e ideologías introducen en nuestro continente
nuevos enfoques sobre el hombre que parcializan o deforman aspectos de su visión integral
o se cierran a ella.

1.2. Visión determinista 

308. No se puede desconocer en América Latina la erupción del alma religiosa primitiva a
la que se liga una visión de la persona como prisionera de las formas mágicas de ver el
mundo y actuar sobre él. El hombre no es dueño de sí mismo, sino víctima de fuerzas
ocultas. En esta visión determinista, no le cabe otra actitud sino colaborar con esas fuerzas
o anonadarse ante ellas (78). Se agrega a veces la creencia en la reencarnación por parte Se
agrega a veces la creencia en la reencarnación por parte de los adeptos de varias formas de
espiritismo y de religiones orientales. No pocos cristianos, al ignorar la autonomía propia
de la naturaleza y de la historia, continúan creyendo que todo lo que acontece es
determinado e impuesto por Dios.

309. Una variante de esta visión determinista, pero más de tipo fatalista y social, se apoya
en la idea errónea de que los hombres no son fundamentalmente iguales. Semejante
diferencia articula en las relaciones humanas muchas discriminaciones y marginaciones
incompatibles con la dignidad del hombre. Más que en teoría, esa falta de respeto a la
persona se manifiesta en expresiones y actitudes de quienes se juzgan superiores a otros. De
aquí, con frecuencia, la situación de desigualdad en que viven obreros, campesinos,
indígenas, empleadas domésticas y tantos otros sectores.

1.3. Visión psicologista 

310. Restringida hasta ahora a ciertos sectores de la sociedad latinoamericana, cobra cada
vez más importancia la idea de que la persona humana se reduce en última instancia a su
psiquismo. En la visión psicologista del hombre, según su expresión más radical, se nos
presenta la persona como víctima del instinto fundamental erótico o como un simple
mecanismo de respuesta a estímulos, carente de libertad. Cerrada a Dios y a los hombres,
ya que la religión, como la cultura y la propia historia serían apenas sublimaciones del
instinto sensual, la negación de la propia responsabilidad conduce no pocas veces al
pansexualismo y justifica el machismo latinoamericano.

1.4. Visiones economicistas 

311. Bajo el signo de lo económico, se pueden señalar en América Latina tres visiones del
hombre que, aunque distintas, tienen una raíz común. De las tres, quizás la menos
consciente y, con todo, la más generalizada es la visión consumista. La persona humana
está como lanzada en el engranaje de la máquina de la producción industrial; se la ve apenas como instrumento de producción y objeto de consumo. Todo se fabrica y se vende
en nombre de los valores del tener, del poder y del placer como si fueran sinónimos de la
felicidad humana. Impidiendo así el acceso a los valores espirituales, se promueve, en razón
del lucro, una aparente y muy onerosa «participación» en el bien común.

312. Al servicio de la sociedad del consumo, pero proyectándose más allá de la misma, el
liberalismo económico, de praxis materialista, nos presenta una visión individualista del
hombre. Según ella, la dignidad de la persona consiste en la eficacia económica y en la
libertad individual. Encerrada en sí misma y aferrada frecuentemente a un concepto
religioso de salvación individual, se ciega a las exigencias de la justicia social y se coloca al
servicio del imperialismo internacional del dinero, al cual se asocian muchos gobiernos que
olvidan sus obligaciones en relación al bien común.

313. Opuesto al liberalismo económico en su forma clásica y en lucha permanente contra
sus injustas consecuencias, el marxismo clásico sustituye la visión individualista del
hombre por una visión colectivista, casi mesiánica, del mismo. La meta de la existencia
humana se pone en el desarrollo de las fuerzas materiales de producción. La persona no es
originalmente su conciencia; está más bien constituida por su existencia social. Despojada
del arbitrio interno que le puede señalar el camino para su realización personal, recibe sus
normas de comportamiento únicamente de quienes son responsables del cambio de las
estructuras socio-político-económicas. Por eso, desconoce los derechos del hombre,
especialmente el derecho a la libertad religiosa, que está a la base de todas las libertades
(79).
De esta forma, la dimensión religiosa cuyo origen estaría en los conflictos de la
infraestructura económica, se orienta hacia una fraternidad mesiánica sin relación a Dios.
Materialista y ateo, el humanismo marxista reduce el ser humano en última instancia a las
estructuras exteriores.

1.5. Visión estatista 

314. Menos conocida pero actuante en la organización de no pocos gobiernos
latinoamericanos, la visión que podríamos llamar estatista del hombre tiene su base en la
teoría de la Seguridad Nacional. Pone al individuo al servicio ilimitado de la supuesta
guerra total contra los conflictos culturales, sociales, políticos y económicos y, mediante
ellos, contra la amenaza del comunismo. Frente a este peligro permanente, real o posible, se
limitan, como en toda situación de emergencia, las libertades individuales y la voluntad del
estado se confunde con la voluntad de la nación. El desarrollo económico y el potencial
bélico se superponen a las necesidades de las masas abandonadas. Aunque necesaria a toda
organización política, la Seguridad Nacional vista bajo este ángulo se presenta como un
absoluto sobre las personas; en nombre de ella se institucionaliza la inseguridad de los
individuos.

1.6. Visión cientista 

315. La organización técnico-científica de ciertos países está engendrando una visión
cientista del hombre, cuya vocación es la conquista del universo. En esta visión, sólo se reconoce como verdad lo que la ciencia puede demostrar; el mismo hombre se reduce a su
definición científica. En nombre de la ciencia todo se justifica, incluso lo que constituye
una afrenta a la dignidad humana. Al mismo tiempo se someten las comunidades nacionales
a decisiones de un nuevo poder, la tecnocracia. Una especie de ingeniería social puede
controlar los espacios de libertad de individuos e instituciones, con el riesgo de reducirlos a
meros elementos de cálculo.

2. Reflexión doctrinal 
2.1. Proclamación fundamental 

316. Es grave obligación nuestra proclamar, ante los hermanos de América Latina, la
dignidad que a todos, sin distinción alguna, les es propia (80) y que, sin embargo, vemos
conculcada tantas veces en forma extrema. A reivindicar tal dignidad nos mueve la
revelación contenida en el mensaje y en la persona misma de Jesucristo: Él «conocía lo que
hay en el hombre» (Jn 2,25); con todo, no vaciló en «tomar la forma de esclavo» (Flp 2,7)
ni rechazó vivir hasta la muerte junto a los postergados para hacerlos partícipes de la
exaltación que Él mismo mereció de Dios Padre.

317. Profesamos, pues, que todo hombre y toda mujer (81), por más insignificantes que
parezcan, tienen en sí una nobleza inviolable que ellos mismos y los demás deben respetar
y hacer respetar sin condiciones; que toda vida humana merece por sí misma, en cualquier
circunstancia, su dignificación; que toda convivencia humana tiene que fundarse en el bien
común, consistente en la realización cada vez más fraterna de la común dignidad, lo cual
exige no instrumentalizar a unos en favor de otros y estar dispuestos a sacrificar aun bienes
particulares.

318. Condenamos todo menosprecio, reducción o atropello de las personas y de sus
derechos inalienables; todo atentado contra la vida humana, desde la oculta en el seno
materno, hasta la que se juzga como inútil y la que se está agotando en la ancianidad; toda
violación o degradación de la convivencia entre los individuos, los grupos sociales y las
naciones.

319. Es cierto que el misterio del hombre sólo se ilumina perfectamente por la fe en
Jesucristo (82), que ha sido para América Latina fuente histórica del anhelo de dignidad,
hoy clamoroso en nuestros pueblos creyentes y sufridos. Sólo la aceptación y el
seguimiento de Jesucristo nos abren a las certidumbres más confortantes y a las exigencias
más apremiantes de la dignidad humana, ya que ésta radica en la gratuita vocación a la vida
que el Padre celestial va haciendo oír de modo nuevo, a través de los combates y las
esperanzas de la historia. Pero no nos cabe duda de que, al luchar por la dignidad, estamos
unidos también a otros hombres lúcidos que, con esfuerzo sincero por librarse de engaños y
apasionamientos, siguen la luz del espíritu que el Creador les ha dado, para reconocer en la
propia persona y en la de los demás un don magnífico, un valor irrenunciable, una tarea
trascendente.

320. De este modo, nos sentimos urgidos a cumplir por todos los medios lo que puede ser el
imperativo original de esta hora de Dios en nuestro continente; una audaz profesión
cristiana y una eficaz promoción de la dignidad humana y de sus fundamentos divinos,
precisamente entre quienes más lo necesitan, ya sea porque la desprecian, ya sobre todo porque, sufriendo ese desprecio, buscan -acaso a tientas- la libertad de los hijos de Dios y el
advenimiento del hombre nuevo en Jesucristo.

2.2. Dignidad y libertad 

321. Tiene que revalorarse entre nosotros la imagen cristiana de los hombres; tiene que
volver a razonar esa palabra en que viene recogiéndose ya de tiempo atrás un excelso ideal
de nuestros pueblos: LIBERTAD. Libertad que es a un tiempo don y tarea. Libertad que no
se alcanza de veras sin liberación integral (83) y que es, en un sentido válido, meta del
hombre según nuestra fe, puesto que «para la libertad, Cristo nos ha liberado» (Gál 5,1) a
fin de que tengamos vida y la tengamos en abundancia (84) como «hijos de Dios y
coherederos con el mismo Cristo» (Rom 8,17).

322. La libertad implica siempre aquella capacidad que en principio tenemos todos para
disponer de nosotros mismos (85) a fin de ir construyendo una comunión y una
participación que han de plasmarse en realidades definitivas, sobre tres planos inseparables:
la relación del hombre con el mundo, como señor; con las personas como hermano y con
Dios como hijo.

323. Por la libertad, proyectada sobre el mundo material de la naturaleza y de la técnica, el
hombre -siempre en comunidad de esfuerzos múltiples- logra la inicial realización de su
dignidad: someter ese mundo a través del trabajo y de la sabiduría y humanizarlo, de
acuerdo con el designio del Creador.

324. Pero la dignidad del hombre verdaderamente libre exige que no se deje encerrar (86)
en los valores del mundo, particularmente en los bienes materiales, sino que, como ser
espiritual, se libere de cualquier esclavitud y vaya más allá, hacia el plano superior de las
relaciones personales, en donde se encuentra consigo mismo y con los demás. La dignidad
de los hombres se realiza aquí en el amor fraterno, entendido con toda la amplitud que la ha
dado el Evangelio y que incluye el servicio mutuo, la aceptación y promoción práctica de
los otros, especialmente de los más necesitados (87).

325. No sería posible, sin embargo, el auténtico y permanente logro de la dignidad humana
en este nivel, si no estuviéramos al mismo tiempo auténticamente liberados para realizarnos
en el plano trascendente. Es el plano del Bien Absoluto en el que siempre se juega nuestra
libertad, incluso cuando parecemos ignorarlo; el plano de la ineludible confrontación con el
misterio divino de alguien que como Padre llama a los hombres, los capacita para ser libres,
los guía providentemente y, ya que ellos pueden cerrarse a Él e incluso rechazarlo, los
juzga y sanciona para vida o para muerte eterna, según lo que los hombres mismos han
realizado libremente. Inmensa responsabilidad que es otro signo de la grandeza, pero
también del riesgo que la dignidad humana incluye.

326. A través de la indisoluble unidad de estos tres planos aparecen mejor las exigencias de
comunión y participación que brotan de esa dignidad. Si sobre el plano trascendente se
realiza en plenitud nuestra libertad por la aceptación filial y fiel de Dios, entramos en
comunión de amor con el misterio divino; participamos de su misma vida (88). Lo contrario es romper con el amor de hijos, rechazar y menospreciar al Padre. Son dos posibilidades
extremas que la revelación cristiana llama gracia y pecado; pero éstas no se realizan sino
extendiéndose simultáneamente a los otros dos planos, con inmensas consecuencias para la
dignidad humana.

327. El amor de Dios, que nos dignifica radicalmente, se vuelve por necesidad comunión de
amor con los demás hombres y participación fraterna; para nosotros, hoy, debe volverse
particularmente obra de justicia para los oprimidos (89), esfuerzo de liberación para
quienes más la necesitan. En efecto, «nadie puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama al
hermano a quien ve» (1Jn 4,20). Con todo, la comunión y participación verdaderas sólo
pueden existir en esta vida proyectadas sobre el plano muy concreto de las realidades
temporales, de modo que el dominio, uso y transformación de los bienes de la tierra, de la
cultura, de la ciencia y de la técnica, vayan realizándose en un justo y fraternal señorío del
hombre sobre el mundo, teniendo en cuenta el respeto de la ecología. El Evangelio nos
debe enseñar que, ante las realidades que vivimos, no se puede hoy en América Latina amar
de veras al hermano y por lo tanto a Dios, sin comprometerse a nivel personal y en muchos
casos, incluso, a nivel de estructuras, con el servicio y la promoción de los grupos humanos
y de los estratos sociales más desposeídos y humillados, con todas las consecuencias que se
siguen en el plano de esas realidades temporales.

328. Pero a la actitud personal del pecado, a la ruptura con Dios que envilece al hombre,
corresponde siempre en el plano de las relaciones interpersonales la actitud de egoísmo, de
orgullo, de ambición y envidia que generan injusticia, dominación, violencia a todos los
niveles; lucha entre individuos, grupos, clases sociales y pueblos, así como corrupción,
hedonismo, exacerbación del sexo y superficialidad en las relaciones mutuas (90).
Consiguientemente se establecen situaciones de pecado que, a nivel mundial, esclavizan a
tantos hombres y condicionan adversamente la libertad de todos.

329. Tenemos que liberarnos de este pecado; del pecado, destructor de la dignidad humana.
Nos liberamos por la participación en la vida nueva que nos trae Jesucristo y por la
comunión con Él, en el misterio de su muerte y de su resurrección, a condición de que
vivamos ese misterio en los tres planos ya expuestos, sin hacer exclusivo ninguno de ellos.
Así, no lo reduciremos ni al verticalismo de una desencarnada unión espiritual con Dios, ni
a un simple personalismo existencial de lazos entre individuos o pequeños grupos, ni
mucho menos al horizontalismo socio-económico-político (91).

2.3. El hombre renovado en Jesucristo 

330. El pecado está minando la dignidad humana que Cristo ha rescatado. A través de su
mensaje, de su muerte y resurrección, nos ha dado su vida divina: dimensión insospechada
y eterna de nuestra existencia terrena (92). Jesucristo, viviente en su Iglesia, sobre todo
entre los más pobres, quiere hoy enaltecer esta semejanza de Dios en su pueblo: por la
participación del Espíritu Santo en Cristo, también nosotros podemos llamar Padre a Dios y
nos hacemos radicalmente hermanos. Él nos hace tomar conciencia del pecado contra la
dignidad humana que abunda en América Latina; en cuanto este pecado destruye la vida
divina en el hombre, es el mayor daño que una persona puede inferirse a sí misma y a los demás. Jesucristo, en fin, nos ofrece su gracia, más abundante que nuestro pecado (93). De
Él nos viene el vigor para liberarnos y liberar a otros del misterio de iniquidad.

331. Jesucristo ha restaurado la dignidad original que los hombres habían recibido al ser
creados por Dios a su imagen (94), llamados a una santidad o consagración total al Creador
y destinados a conducir la historia hacia la manifestación definitiva de ese Dios (95), que
difunde su bondad para alegría eterna de sus hijos en un Reino que ya ha comenzado.

332. En Jesucristo llegamos a ser hijos de Dios, sus hermanos y partícipes de su destino,
como agentes responsables movidos por el Espíritu Santo a construir la Iglesia del Señor
(96).

333. En Jesucristo hemos recibido la imagen del «hombre nuevo» (Col 3,10), con la que
fuimos configurados por el bautismo y sellados por la confirmación, imagen también de lo
que todo hombre está llamado a ser, fundamento último de su dignidad. Al presentar a la
Iglesia, hemos mostrado cómo en ella ha de expresarse y realizarse comunitariamente la
dignidad humana. En María hemos encontrado la figura concreta en que culmina toda
liberación y santificación en la Iglesia. Estas figuras tienen que robustecer, hoy, los
esfuerzos de los creyentes latinoamericanos en su lucha por la dignidad humana.

334. Ante Cristo y María deben revalorizarse en América Latina los grandes rasgos de la
verdadera imagen del hombre y de la mujer: todos fundamentalmente iguales y miembros
de la misma estirpe, aunque en diversidad de sexos, lenguas, culturas y formas de
religiosidad, tenemos por vocación común un único destino que -por incluir el gozoso
anuncio de nuestra dignidad- nos convierte en evangelizados y evangelizadores de Cristo en
este continente (97).

335. En esta pluralidad e igualdad de todos, cada uno conserva su valor y su puesto
irrepetibles, pues también cada hombre latinoamericano debe sentirse amado por Dios y
elegido por Él eternamente (98), por más que lo envilezcan, o por poco que se estime a sí
mismo. Personas en diálogo, no podemos realizar nuestra dignidad sino como dueños
corresponsables del destino común, para el que Dios nos ha capacitado; inteligentes, esto
es, aptos para discernir la verdad y seguirla frente al error y el engaño; libres, no sometidos
inexorablemente a los procesos económicos y políticos, aunque humildemente nos
reconocemos condicionados por éstos y obligados a humanizarlos; sometidos, en cambio, a
una ley moral que viene de Dios y se hace oír en la conciencia de los individuos y de los
pueblos, para enseñar, para amonestar y reprender, para llenarnos de la verdadera libertad
de los hijos de Dios.

336. Por otra parte, Dios nos da la existencia en un cuerpo por el que podemos
comunicarnos con los demás y ennoblecer el mundo; por ser hombres necesitamos de la
sociedad en que estamos inmersos y que vamos transformando y enriqueciendo con nuestro
aporte en todos los niveles, desde la familia y los grupos intermedios, hasta el Estado, cuya
función indispensable ha de ejercerse al servicio de las personas, y la misma comunidad
internacional. Su integración es necesaria, sobre todo la integración latinoamericana.

337. Nos alegramos, pues, de que también en nuestros pueblos se legisle en defensa de los
derechos humanos.

338. La Iglesia tiene obligación de poner de relieve ese aspecto integral de la
Evangelización, primero con la constante revisión de su propia vida y, luego, con el
anuncio fiel y la denuncia profética. Para que todo esto se haga según el espíritu de Cristo,
debemos ejercitarnos en el discernimiento de las situaciones y de los llamados concretos
que el Señor hace en cada tiempo, lo cual exige actitud de conversión y apertura y un serio
compromiso con lo que se ha discernido como auténticamente evangélico.

339. Sólo así se llegará a vivir lo más propio del mensaje cristiano sobre la dignidad
humana, que consiste en ser más y no en tener más (99); esto se vivirá tanto entre los
hombres que, acosados por el sufrimiento, la miseria, la persecución y la muerte, no vacilan
en aceptar la vida con el espíritu de las bienaventuranzas, cuanto entre aquellos que,
renunciando a una vida placentera y fácil, se dedican a practicar de un modo realista en el
mundo de hoy las obras de servicio a los demás, criterio y medida con que Cristo ha de
juzgar incluso a quienes no lo hayan conocido (100).

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